Por: Homero Bazán
Aunque desde tiempos coloniales el imaginario mexicano ha dotado de un buen repertorio de leyendas al famoso barrio de Coyoacán, pocos recuerdan la fantástica historia aparecida en un diario capitalino, y más tarde en una revista sensacionalista, donde según las afirmaciones de una testigo, existía un duende vagabundo y malencarado que habitaba en los terrenos de los Viveros de Coyoacán.
Con los sucesos de 1968 aún recientes y la guerra sucia librándose en todos los frentes del país, muchos vieron en aquello una buena nota de color para calmar los pesares, y desde locutores de radio hasta cómicos de televisión y columnistas políticos echaron mano del famoso Duende de los Viveros, para hacer chascarrillos colorados o alegorías sobre algún funcionario escurridizo.
Al igual que aquel cuento chino aparecido en los tabloides ingleses a principios de siglo, en el que un par de niñas afirmaban haber tenido contacto con hadas y hasta mostraron fotografías trucadas para probarlo, en abril de 1971, una señora ya entrada en años, llamada Virginia Escamilla, narró cómo al pasear por los solitarios senderos de los Viveros de Coyoacán, cruzó frente a ella un duende de menos de 30 centímetros, con barba espesa y ataviado con pantalones cafés y "una especie de guayabera del mismo color".
Según recordaba la testigo, un calor combinado con cosquillas se apoderó de todo su cuerpo y sintió la necesidad de hincarse y elevar un Ave María, mientras la pequeña criatura la miró con curiosidad por más de un minuto, para después perderse entre los matorrales.
Por supuesto, más de uno se carcajeó y otro tanto creyó fielmente en esos testimonios, fue así como la leyenda urbana se deslizó con sus propias ruedas durante algunos meses y hasta amenazaba con alcanzar la fama de otras historias mágicas de aquel viejo barrio, como la de la mujer espanto con cara de coyote, que se aparecía en la calle de Francisco Sosa o los espectros del Callejón del Aguacate.
La mencionada nota informativa, adornada con mucha licencia por parte del reportero, sería enriquecida a su vez por los padres de familia, quienes junto con sus vástagos visitaban aquel legendario parque creado en los terrenos donados por el ingeniero Miguel Ángel de Quevedo, y por donde se dice, las huestes del mismísimo Hernán Cortés solían subir hacia el viejo molino de Loreto, donde el conquistador se proveía de costales y provisiones para su casa y cuartel.
Muchos niños se entretenían merodeando por los senderos de los viveros, buscando huellas del mentado duende o algunos de sus objetos personales, porque bien es sabido que tales criaturas cargan con bolsas o lanzas, y a lo mejor en un descuido, hasta el gorro dejaban olvidado junto a una minibotella de alipús. hecho con polvo de estrellas, ¡claro!
Algunos estudiantes maloras de las escuelas aledañas agarraban al compañero más vaciado del grupo y le gritaban a alguna chamacona "¡Mira, aquí está tu duende del terror!", mientras que entre los visitantes más crédulos, solía gestarse el llamado "efecto del monstruo del lago Ness", que consiste en confundir (a la manera del nunca bien ponderado Jaime Maussán) cualquier perico-perro con un ente sobrenatural.
Cada vez que se movía un arbusto en forma sospechosa o una de las cientos de ardillas cruzaba como bólido rumbo a su escondite, no faltaba el chistoso que afirmara que era el duende travieso que andaba rondando, o bien haciendo pipí.
Hasta los más escépticos volteaban una segunda vez a donde había movimiento, por aquello "del no dejar" y no faltó el artista callejero, según recuerda nuestro estimado colega Camarena, que plasmó al duende en forma maligna con ojos rojos y dientes afilados, adelantándose a la leyenda de Chupacabras, utilizada como distractor social después del "error de diciembre".
Pero ni aún con los fieles adeptos a las mitologías europeas de gnomos, hadas y goblins, el Duende de los Viveros de Coyoacán sobrevivió al invierno, y fue uno de esos raros mitos chilangos que no llegaron para quedarse.
Llegado 1972, con el gris panorama del cada vez más represor gobierno de Luis Echeverría, los habitantes de la ciudad no tenían tiempo para fantasías. y entre el silencio forzado de las muchas injusticias que eran justificadas por el mote de "seguridad nacional", aquel personaje de los cuentos se mudó a tierras lejanas, donde todavía hubiera ciudadanos que pudieran transformarse por un instante en niño.
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